Andá a devolverle ya mismo el beso que le robaste

 



Una de las cosas que más remarca Dale Carneguie en coincidencia con otros autores de libros para capacitarnos a una atención eficaz al cliente es aprender a pronunciar impecablemente su nombre y apellido.

Una persona normal es más proclive a disculpar que su avión tenga una retraso de una hora o más, que a comprender sin inmutarse que su pasaje tiene una errata en su nombre.
"Un buen nombre es lo más importante que uno puede tener", rezaba la publicidad de un banco que ulteriormente sería vandalizado y escrachado por alguno de sus damnificados.
Sin embargo cuando el considerado mejor guionista de todos los tiempos, cuya madre, al igual que la madre de Rilke, quería una nena y le puso un nombre austríaco de mujer, Billie-, cuando "Billy" Wilder era confundido con William Wyler, lejos de ofenderse, irritarse, ofuscarse, aclarar el malentendido y explicar las diferencias, Wilder firmaba el autógrafo por su colega muy complacido. Explicó en una caminata en la que esta recurrente confusión fuera presenciada por Hellmuth Karasek que lo mismo pasa con Haydn y Händel, que lo mismo pasa con Manet y Monet.
Lo notable de este símil trazado por Wilder es que no solamente nos dice que son apellidos similares que la gente tiende a confundir. Dando el ejemplo con dos pintores y con dos músicos igual de buenos se adelantó a la actual crítica de cine que por fin otorgó el reconocimiento a Wyler como verdadero genio y artista, no mero artesano, todo un autor, no menos que Wilder.
La primera recepción de los impresionistas corrió igual suerte, la primera recepción del "Martín Fierro"-hasta la conferencia de Lugones, "El Payador-idéntico éxito,
La estatura de Wyler en materia de crear peliculones nunca estuvo en duda: lo que se le negaba era su sello distintivo personal, su marca de fábrica, la rúbrica singular, el autógrafo-como dije al principio- imposible de confundir .
Por culpa en parte de Orson Wells, que no conforme con robarle la técnica de usar la profundidad de campo, lo reducía a "brillante productor", por culpa de los muchachos de los Cahiers en Francia-acaso rencorosos por recordar que el alsaciano era alemán y no francés.
No quiero detenerme pormenorizadamente en esta oportunidad a recorrer toda su filmografía multívoca, poliédrica, portentosamente diversa y señalar su virtuosismo peculiar, Me voy a ocupar solamente de una comedia que me va a servir para ilustrarlo y de paso para recomendarla a quien no la haya vuelto a ver hoy.
Así como Mel Brooks, que dominando el idioma alemán confundía a los nazis con órdenes ridículas gritadas desde un megáfono-Wyler fue un héroe de guerra, cuyas hazañas no pudo contar tal cual en sus documentales porque no serían verosímiles (lo mismo pasó con "Un puente demasiado lejos", como explica William Goldman en "Las aventuras de un guionista en la pantalla plateada"). Su primer matrimonio fue con la Margaret Sullavan que coprotagoniza junto a James Stewart, uno de los mejores Lubitsch, el homenajeado por "Tienes un e-mail" por Nora Ephron: The shop around the corner.
Y dado que todo esto surge de que los apellidos son confundibles, recordemos una de las mejores comedias y metacomedias, una de las parábolas más sagaces acerca del rol del humor: la mejor película de Preston Sturges, "Los viajes de Sullivan", el director que quiere dejar de hacer comedias para denunciar la desgarradora soledad existencial del vacío humano pero la productora se rehusa a financiarlo. Se mete en problemas tratando de conseguir el dinero y termina preso. Para descubrir mientras pica piedras con un grillete lo más feliz de su vida en ese momento: el día de la semana en que los presidarios pueden ver una película invariablemente pasatista, frívola, escapista, liviana, evasiva, una celebración de la alegría que deviene profecía que se autocumple.
En "Groucho y yo" está mucho mejor contado de lo que pueda hacer acá el modo extrardinario con el que le respondió Erlanger, el productor al autor de "Ben Hur" que solo iba a otorgar los derechos si era a alguien profundamente compenetrado con el sentimiento religioso que anima a la novela.
Wyler convirtió esa película en la primera, una de las únicas tres en la historia, que ganó las once estatuillas.
No hubieramos tenido si Wyler no la hubiera ungido en "Vacaciones en Roma" a la perfecta florista de la fabula de Shaw haciendo el playback para voz jovencísima de Mary Poppins (July Andrews, que perfectamente podría haberse dedicado a la ópera, pero optó por mostrarnos todos los registros de su talento, poniéndole el cuerpo a una monja-no hay que poner demasiado el cuerpo ahí, y no esquivándole el bulto a fingirse un varón en la genialidad de Blake Eduards).
En la peli que comento ahora ya actúa la Audrey Hepburn givenchyda de orgullo, con la ropa que el modisto diseñaba para ella, gracias a que Billy Wilder la necesitaba preciosa para "Sabrina" y Dior le soltó la mano: -yo creía, Billy, que usted quería que vistiera a Katherine Hepburn-hablando de apellidos confundibles y en este caso idénticos-¿cómo me voy a quemar con una ignota? ¿quién sacre bleu conoce a esa tal Audrey?. Frase que marca el inicio de su caída del pedestal de la alta cultura, el inicio de la amistad íntima emtre Hubert De Givenchy y la actriz británica a quien le diseñará el icónico, emblemático, inmersivo, horadar, tuki y todas las palabras que tenemos que decir con distinción y a la moda vestido negro de "Una noche en Tiffany's" y un perfume que lleva el nombre del duende sensual, del sello de distinción que en un mundo de culos de Marilyn y Bardot, tetas de Sofía Loren y Ornella Mutti se mueve con tal garbo, feminidad y salero, que nos recuerda lo que Lacan podría llamar "función lolas": así como no necesariamente la tiene que ejercer el progenitor a la función paterna, aunque no haya nada allí se las queremos besar, agarrar, aprentar y acariciar, porque el sex appeal se puede lograr vendiéndole el alma al diablo pero también, como en el caso de Audrey Hepburn, comprándole el cuerpo a la angelicalidad.
Hay mayor voltaje erótico que cuando Jennifer López está encerrada en el capó del auto con Goerge Clooney, en la escena majestática de la hija del falsificador queriendo salvar al padre de ser descubierto escondida apretadita en el museo, donde Lawrence De Arabia usará el boomerang escapando del laberinto por arriba, resolviendo -ya que es una alarma imposible de desactivar, activarla antojadizamente (¡prescripción del síntoma!) tantas veces como sea necesario para que los propios encargados de la seguridad, hartos, la desactiven.
Escena explícitamente recordada en la novela Premio Alfaguara, "La noche de la usina" y mostrada directamente en su versión fílmica "La odisea de los giles".
Porque comedia de enredos hay muchas, pero una de una precisión de una hebra de cabello tan desenredante, ninguna otra.
Hay sublimes momentos en los que aparece Hitchcock, más allá de que Audrey está leyendo una de las revistas policiales con el gordo Hitch en la tapa: el suspenso consiste en que los espectadores sepamos y los protagonistas todavía no: Wyler lo traslada a la esfera-a las deleitables esferas-del amor. Advertimos deliciosamente ya antes de que Audrey le pegue un tiro, que Peter O'Toole y la inmensa escuálida se pertencen el uno al otro, están enamorados y no se dieron cuenta.
El chiste de reemplazar la Venus de Cellini por la botella de vino tinto puede escapársele a quienes no sepan que Peter O' Toole era tan alcóholico que una vuelta cuando el dueño del bar a las dos de la mañana le dijo que cerraba, extendió un cheque y le compró el bar.
Las fluídas ironías que recorren la conversión a la deshonestidad de la hija para convertir a la honestidad al padre reverberan también en los diálogos que nos serenan mientras a ellos los serenatean.
-Vino un ladrón, papá, un hermoso ladrón de ojos celestes, alto, elegante...pero malísimo, inmoral, una porquería, obvio..vengo del Ritz porque él no podía manejar con el balazo que le metí, me pidió ahora que por favor le pase un trapito al Van Gogh cosa de que no queden sus huellas digitales-cuando me lo dijo le contesté sarcásticamente si no quería también que le de un besito de buenas noches y ahí fue cuando me besó...
La sensualidad se va tejiendo con la mutua atracción y las magias eróticas del íntimo pudor.
Las caritas de alegría de nuestra ninfa nos recuperan la completa, la de la niñez, el asombro entero, el universo abarcado absolutamente en esa sonrisa.
Roberto Benigni, ensayará una variante del boomerang en "El Monstruo" metiéndole productos de supermercado subrepticamente en el bolsillo a otros clientes haciendo que la cajera diga, vayan nomás, que estas alarmas funcionan como el culo de Tita Merello, para qué te voy a mentir...
Cuando muere Fellini, Benigni dice que es imposible, que es como que le digan que murieron los melones...(creo que metonímicamente habrá pasado por su cabeza Anita Ekberg): similarmente queremos a Audrey pretalámicamente como queremos a las ardillas to say it in a nutshell...
La perfección siempre es invisibilizada y Wyler-cuyo verdadero apellido era Laemmle, mostrando su vinculación ancestral con la pantalla grande-no evidencia su presencia detrás de la cámara invisible a lo Hawks, por más que nos muestra la París más hermosa, con Citroen 3 cvs con una gracilidad alada en silente reverencia a la gacela de terciopelo refrescante que veganamente pone toda la carne en el asador.
Vemos cuadros de Picasso en el período azul pero por suerte en esta comedia sin Cary Grant en el "período azul" porque la tintura de su pelo ya se pasaba de exagerada: la paleta de sutiles matices, inflexiones de voz, inherentes cosquilleos camaleónicos, intrínsecas complicidades, subrepticios fragores convierten a esta película en una verdadera obra de arte con la prestancia del pecado de omisión, la dignidad de la renuncia a efectismos: el protagonista no necesita explicitarnos que cuando pinte, se baja los lienzos, aprieta el pomo, en fin, aquel Ooohhh what a Tool, vení que te quiero hacer un Peter...el momento temperamental como en un cuadro de Monet (¿o era Haydn?)se nos bosqueja con témpera mental.
Más picante, The Thomas Crown Affaire quiere emular estos encantos, pero Steve MacQueen/Pierce Brosnan se queda con el cuadro, el honorable arte de robar para prescindir del botín ya no se respira.
Wyler le saca todo el jugo evanescente, espumoso, humectante a la emoción asustadiza y al placer de recuperar lo perdido.
Ver esta gema no es paladear la peripateia de la recuperación de una escultura a través de su desaparición: entran a tallar antes bien otras cosas y es como sacarnos neurocirujanamente el marmol que enarbolamos sin que haga falta de nuestro perfumado y performado, dicharachero y dichoso ventrículo palpitante que alberga y aloja con el aloha del collar hawaino el sistema de desconexión de todas las alarmas al alma.
¡Larga vida a la buena leche de William Wyler!

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