-Soy Henry Miller, ¿qué tomás, man?

Dice Oscar Wilde que ni bien convencemos a alguien de algo, empezamos a dudar seriamente de ello...
Nuestro pensamiento es-si inteligente-hegelianamente dialéctico, pendular, oscilante y posarnos a explorar las antípodas de nuestras ideologías es parte no solo de nuestra plasticidad neuronal, sino de nuestra elasticidad para albergar conceptos que pueden sacarnos de la ya intuitiva y reificada zona de confort.
Un golpe mortal a nuestros ídolos es asestado cuando conocemos suficientemente a nuestro interlocutor, anticipamos sus objeciones y terminamos internalizándolas. Es bueno que así suceda. Que yo le diga a mi futura esposa: -vení a conocer a mi madre, yo sé que es esto y lo otro y lo de más allá...
Para un feliz matrimonio está buenísimo que por fin yo haya comprendido que ES esto y lo otro y lo de más allá y mi alianza esté con mi prometida y no con mi progenitora.
Bueno, le pasó a Henry Miller con Thomas Mann, justo cuando Faulkner llamó a "Los Buddenbrocks" la mayor realización artística del siglo:
(tomado de Miller, Henry, "Los libros de mi vida")
(...)
Mencioné a Thomas Mann.
Durante un año entero viví con Hans Castorp de La Montaña Mágica como persona real, hasta podría decir, como hermano de sangre, pero fue la maestría de Mann como novelista lo que más me intrigó y desconcertó durante el período “analítico” al que me refiero. En esa época Death in Venice (Muerte en Venecia) era para mí la narración suprema. En el espacio de pocos años, sin embargo, mi opinión de Thomas Mann, y en especial de su Death in Venice, se alteró radicalmente. Fue un hecho curioso que quizá valga la pena relatar. Sucedió más o menos así… Durante mis primeros días en París conocí a un individuo sumamente cordial y atrayente al que tomé por un genio. Se llamaba John Nichols. Era pintor. Como tantos otros irlandeses, poseía también el don de ser muy locuaz. Era un deleite escucharlo, hablase de pintura, literatura, música o simplemente necesidades. Era proclive a la invectiva y, cuando se enardecía, tenía una lengua ponzoñosa. Cierto día le mencioné al azar mi admiración por Thomas Mann, y minutos después me encontré discutiendo acaloradamente sobre Muerte en Venecia. Nichols respondió con expresiones burlonas y despectivas. Exasperado, le dije que buscaría el libro y se lo leería en voz alta. Admitió que no lo había leído y mi propuesta le pareció excelente. Jamás olvidaré esta experiencia. Antes de leerle tres páginas, Thomas Mann comenzó a resquebrajarse. Nichols, debo advertir, no había pronunciado ni una sola palabra. Pero leyendo el cuento en voz alta y para un oyente crítico, de pronto se puso de manifiesto la crujiente maquinaria oculta por debajo de la superficie. Yo, que creía tener en mis manos oro puro, encontré en realidad un pedazo de cartón arrugado. Hacia la mitad arrojé el libro al suelo. Más tarde releí rápidamente La Montaña Mágica y Buddenbrooks, obras que hasta entonces consideraba monumentales, sólo para hallarlas igualmente fallidas(...)


 

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