La torre inclinada del recto Pisarro
Jacob Abraham Camille Pisarro nació en las Islas Vírgenes y para convertirse en el padre cultural del impresionismo-el del sustrato material fue el inventor del tubo de pintura-debió renegar de la prohibición del judaismo (portugués y sefaradí patrilinealmente) hacia la iconografía. Hay pocos grandes maestros de la pintura judíos, acaso sea Marc Chagall el mayor. Antisemitas, por otra parte, tampoco se han destacado, siendo el acuarelista frustrado austríaco el más famoso.
Un amigo lo convence de viajar dos veces a Caracas. El lacaniano resultado de esto es que se conservan 60 piezas suyas en el Museo Nacional de Caracas y 40 en el Banco Central de Venezuela. Los venezolanos adoran a Pisarro y los peruanos a Pizarro, pese a que este último podría muy bien ser considerado un conquistador forínseco demoníaco.
En Francia estudió bajo el influjo de Delacroix y muy inspirado por Corot. Como todo espíritu artístico era a la vez la gallina nutricia que ponía muchísimos huevos y a la vez el vuelo lleno de apetito abierto a nuevas influencias. Más adelante intentará el puntillismo. Uno de sus alumnos es Gaugin, cuyo exilio en una isla paradisíaca podría ser interpretado por un psicoanalista argentino como el lugar del padre.
Su interés por pintar la vida rural se vincula a su convicción politica al abrazar el anarquismo, ese hermoso idílico anarquismo de Pierre Proudhón en "La propiedad es un robo" que Marx habría de desdibujar y dejar pintado, lívido. En Londres su sensibilidad exquisita lo obligó a descubrirse ante Turner, a reconocer su genio. Turner que era de un caracter volcánico, competitivo, megalómano y comparable a Alejandro Magno al llorar cuando no le quedaban terrenos de Asia que conquistar; que era comparable a Ulises al atarse al palo mayor, durante una experiencia que insistió en hacer para ver de cerca ese mar de la naturaleza salvaje, la de Tennyson, roja en uñas y dientes, no se enteró de esta admiración, así como Einstein no se enteró de la severa crítica a la relatividad formulada por Henri Berson ni Theodor Adorno de la profunda objeción a la Escuela de Frankfurt por parte de Karl Popper.
Pisarro era un alma noble, un ángel como lo fue Bertrand Russell para con Ludwig Wittgenstein y como lo fue David Hume para con Juan Jacobo Rousseau.
El impresionismo, como los bosteros y los queers y el Big Bang y el teatro épico y los tories, debe su nombre a un insulto de los detractores del que decidieron apropiarse.
Si hubiera que emparientarlo a algún movimiento filosófico sería a la fenomenología de un Edmund Husserl, un filósofo judío como Baruj Spinoza, que no precisó el anatema rabínico para sufrir la traición de su discípulo Heidegger.
Las rápidas pinceladas coloridas y alegres pretenden dar cuenta del espíritu interior que anima a los personajes generales y anónimos, universales y sagrados en su desencorsetamiento de lo sacro.
El último Turner alcohólico es mucho más de semblantear un paisaje con repentización a grandes rasgos. El último Monet con cataratas crea la estereofonía no figurativa pero no por ello menos distendedora.
Pisarro no es el más recordado ni el más admirado de quienes hicieron avanzar el arte de la pintura a un nivel de luminosidad inauditamente deleitable. Solo tendemos a recordarlo en la canción infantil: pisa, pisa, pisa pisarro, pisa el vestido de seda, mulata...

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