Levis Strauss pone en un pie de igualdad a Sófocles y a Freud. Stephen Fry nos recuerda que la imaginación helénica es la superior.
Stephen Fry no empezó su vida como sus padres querían pero tampoco imaginó el éxito final del que gozaría.
Tras ir preso por personificar al dueño de una tarjeta de crédito que robó, fue inauditamente aceptado en Cambridge, donde armó uno de los mejores duos cómicos de la historia con el actor a quien hoy conocemos fundamentalmente por Dr. House.
Muy amigo de Emma Thompson, un talento mayúsculo con la generosa sensibilidad de reconocer talentos mayúsculos y ayudarlos, Fry superó un oscuro período de adicción a la cocaína y de admisión de un desorden mental para emerger como el mejor actor posible para hacer de Oscar Wilde.
Su interés por la mitología griega es talentosamente dual: porque advierte toda la sabiduría griega y advierte toda la ignorancia británica.
Sócrates es famoso por advertir su propia ignorancia y salir a demostrarle a los que creían saber algo, que eran puras paparruchas.
Piaget es famoso por mostrar que es un logro relativamente tardío comprender que los demás no necesariamente saben las pocas cosas que nosotros sabemos.
A contrapelo de Robert Graves y a despecho de la arrogancia británica, entendió que la mitología griega no era enseñada como el tesoro de ficción explicativa notoriamente superior a la cultura hindú e inca. Y decidió organizar pedagógicos libros que con puntos de vistas británicos explicaran a Zeus y a Prometeo y a la manzana de la discordia y las tragedias de Sófocles.
Dueño de una voz hermosa y de un vocabulario campanudo, quiso recrear la infancia de la humanidad -en los GRUNDRISSE, Marx alaba a los griegos sin ponerse eufórico, sin perder el sustrato material, sin dejar de decir que el Partenón es parte de una construcción comercial nada diferente a la Ford y a Coca-Cola.
Fry narra aquí con su amor a contar cuentos de hadas, lo que considera las primeras tentativas de dar con una explicación más o menos científica de qué dios produce los truenos. No solo ama la sofisticación helenística clásica, sino el hecho general de congregarnos junto a un fuego o en un teatro en comunidad para compartir una narración que nos interpela.
Hay artistas como Van Gogh, considerados en su tiempo todo un desvarío hasta por su propia famila, que transformaron el arte.
Hay también grandes tesoreros: talentos que no mezquinaron su capacidad para ser aclamados narcicístamente, sino como heraldos de superiores númenes pretéritos. Felix Mendelssohn Bartholdy recuperó del olvido a Bach.
No pretendo insinuar que la humanidad olvidaría a la mitología griega sin el sereno encanto con el que nos la recupera Stephen Fry. Pero sí que la confinaría a una época y a un contexto específico.
Este genio insular expande estas imaginaciones tan específicas y caprichosas a la universalidad del sueño humano.
Sin duda el arte importa menos que la ciencia.
Sin duda sin Leonardo Da Vinci, la humanidad perdería menos que sin Newton.
Sin Miguel Ángel perdería menos que sin Darwin.
Sin Delacroix o sin Debussy, sin Bertolucci o sin Fra Angélico perdería menos que sin Stephen Hawkings.
Sin Beethoven o sin Monet perdería menos que sin Alan Turing.
Sin Proudhón perdería menos que sin Marx, que escribió desde la Biblioteca Británica.
No cabe duda de lo extraordinariamente sobresaliente que fue Grecia. Como no somos racistas, lo atribuimos al intercambio primero comercial a traves de puertos abiertos tanto a Oriente como a Occidente.
Nietzsche ama a Grecia y considera que lamentables padres tutelares biológicos ulteriores comieran menos comida soleada mediterránea y nos impusieran sombríos humores nacidos de química comida sombría.
No hay en dicho sentido, explicación para la supremacía inglesa en sagacidad científica: el asqueroso porridge difícilmente nutra la alegría del alma.
Hay restaurantes tailandeses y chinos y japoneses en todo el planeta. Alemania adora la comida turca. No existe fuera de Inglaterra un puto restaurante de anhelada comida inglesa. ¿Es el espartanismo culinario parte de este culto a una serenidad mental apoyada en placeres sencillos y estoicos?
Ninguna de las antiguas colonias de España adora a su madre patria como Canadá adora a Gran Bretaña.
Incluso el grosero Hitler consideraba al Imperio Británico sublime y heredero del Romano.
Vivir en una Argentina que se siente obligada a odiar a los ingleses, es vivir como bosquinómanos eremitas orgullosos de nuestra suciedad.
Con el mito de Babel, la Biblia nos recuerda que Dios refrendó la diversidad como el Bien Supremo.
Pero si solo hubiera un idioma, un código cultural, una única tradición a la cual obedecer...¿no termina siendo inesperadamente amplia y democrática la filosofía inglesa? No mataron a Napoleón, no insistieron demasiado en el gol tramposo del Diego...
Comentarios
Publicar un comentario