Guay de hablar mal del Uruguay

A los cincuenta años, se me anunció, habrían de declinar mis testosterónicas facultades musculares y de vigores extradeportivos: en lugar de eso, declinó mi embeleso por el paisíto.

En este reciente viaje, en el Uruguay más desconocido por los turistas, tuve ocasión de desmentir una serie de mitos que rondan en Argentina en relación a la superioridad moral yorugua. En los pueblos pequeños naturalmente no se roba una bicicleta porque todos se conocen y nadie puede usar una bicicleta robada, mientras que en las, llamemoslas así,  "grandes ciudades", rige una vigilancia policial adusta, con la cara de culo amarga que caracteriza la Weltanschauung que aparece en la pesadumbre de la oficina de Mario Benedetti y casi se diría que cada uruguayo es vigilante del otro, por supuesto mucho menos en el sentido stalinista del término que en el de un poco por chusma y aburrimiento.


Un cartel moralista llamó poderosamente mi atención: "Denunciar no es de chismoso". Esta convocatoria a la delación de un ilícito me sorprendió porque un argentino tendría que poner "no es de buchón, ortiba, alcahuete, traidor" y muchas cosas de mucho más grueso calibre.

Muchos alemanes cuestionaron no que la felicidad humana sea posible, sino deseable. Einstein famosamente dijo que prefiere sacrificarse y trabajar consagrándose a su objeto de estudio a gozar del "ideal del chiquero". 

Goethe dijo que podemos soportar muchas adversidades, pero no aguantamos más de cinco días espectacularmente dichosos. 

En muchos refranes y frases que se repiten automáticamente en la Banda Oriental hay un llamamiento a la resignación pero que en nada homenajea a Epicuro, el esclavo estoico que predicaba bajo una Atenas conquistada. 

Frente a una filosofía de la aceptación radical, que asume que la vida es placentera, que el regalo de estar vivos es un privilegio agradecible aún con sus momentos no tan buenos, el uruguayo opone sin palabras un implícito punto de partida antagónico a la vida. Que por supuesto en menor medida es común a todo ser humano. Algún filósofo coreano lo atribuirá a que hemos perdido tradiciones, Freud-con su propia religión nada alejada de los teólogos- a que somos una mezcla de animal y ángel luchando contra nosotros mismos por una imposible satisfacción total.

Quizá sea un desahogo contra las imposturas de sonreírle al turista, una catarsis por la dependencia cuya servidumbre involucra no solo esfuerzos físicos, sino casi el fascismo emocional de la cortesía permanente.

Uruguay tiene más índices de violencia que Argentina. El doble de tasa de suicidios. Ha sido invadida por el narcomenudeo. Mucho más alcoholismo. Y lo que es peor: sus mujeres no fueron seducidas por los imposibles cánones de belleza que nos venden los medios y se entregan a las harinas y los lácteos sin competir por cuerpos hegemónicos. 

En Alemania las mujeres tampoco sucumbieron a hacerse las lindas, a matarse en el gym, a maquillarse como si salieran en películas, pero la diferencia es que el varón alemán, infalible en el mal gusto,  las encuentra físicamente atractivas.

El Instituto Pasteur ha estudiado las propiedades del mate y ha concluido que además de componentes activos tales como nicotina y café, tiene antioxidantes y vitamina C. Estimula, saca el hambre e hidrata. El pueblo que más mate toma del mundo en los lugares menos imaginables será un pueblo amargado, pero no podemos culpar al mate. 

Mientras volvía en un taxi sostuve una conversación insólita queriendo alabar la tranquilidad imperturbable de la que llamo "No Hay Apuro City". El taxista me dijo que es una tranquilidad exasperante, como la de la jubilación.

Pero ¿podemos afirmar que un país con carne tan rica, con murga y la sonrisa de Natalia Oreiro o la transliteración de Bach al chiste de Leo Masliah carezca de masajes al alma, placeres al cuerpo, siquiera el atardecer en el río cristalino y la blanca arena casi toda de cuarzo pulverizado?

Evidentemente no faltan placeres. Pero una actitud como de esclavo al que dejan un recreo, de mártir al que invitan a participar en una fiesta, subtitula el modo de vivir esas experiencias.

La malicia aguerrida del llamado "humor" uruguayo no es químicamente del todo diferenciable del resentimiento encubierto y de la desconfianza agazapada, como efecto de la obligación a un insano sentido de la dignidad.

No es difícil imaginar con una serie de mecanismos de castigo por una vez en la vida aplicados, que el argentino se convierta en éticamente honorable y no robe, no estafe, no se cuelgue del cable, no evada impuestos y largos etcéteras del mismo modo que el uruguayo tendría no garra charrúa, sino viveza criolla, si aflojara el control policíaco uruguayo-una pose, dado que podría haber pasado droga y armas sin inconveniente alguno: pasajeros de al lado mío embarcaron por error en el Colonia Express con tickets para el Buquebus y nadie lo advirtió.

Si yo tuviera que contratar a un empleado, preferiría a un uruguayo. Su probidad, su responsabilidad, su decencia por supuesto serían mayores que los del argento. Pero no juzgamos únicamente por estas virtudes a una cultura. Ningún argentino anhela ser japonés. 

El insólito culto a una suerte de cultura artesanal, ecológica, contraria al capitalismo consumista, se parece peligrosamente a una romantificación del pobre.

Todo es caro en Uruguay: la luz, el agua, la comida, el transporte. Es la primera vez que me pasa visitando un país-incluyo a Suiza- que no encuentre, qué se yo, el fósforo suizo a rolete, el tornillo helvético económico, algo que esté más barato que en Argentina, que no está pasando precisamente por un momento de precios accesibles.

Al mismo tiempo, los terratenientes, los agricultores, los dueños de hoteles, los propietarios de casas, los dueños de maquinaria, la clase pudiente, en suma,  NO PUEDE no levantar a un indigente que hace dedo. Uruguay no subsidia nada, pero los ciudadanos uruguayos están sometidos a una solidaridad subsidiaria obligatoria. Nunca hay nada digno en ser pobre, pero el uruguayo pobre cuenta con sobras de comida solidaria que le dan sus conciudadanos, su porrito para olvidarlo todo, su cerveza, sus mantas y este legendario respeto caballeroso para con el otro, que resulta obsceno cuando el otro no está en una situación respetable.

Si tuviera que trazar una parábola, diría que los uruguayos a la vez son, para el perro que somos, el amable acariciador y para el perro que son, el que ladra y amenaza con morder si uno los quiere acariciar.

¿Qué explica semejante idiosincracia? Visité Grecia, que tampoco es capaz de producir industrialmente ni pelotitas de ping pong y tiene que vivir del turismo, pero los griegos son felices.

¿La sangre italiana?

Pese a las tantísimas matrices británicas en la formación cívica uruguaya-el tardío cambio a la derecha de la circulación, etc.-el uruguayo de flema inglesa no tiene nada, más bien de escupitajo brusco.

Nunca antes en país alguno di con la idea de penalizar al que te mira feo, nunca antes sentí como un tacto las miradas desafiantes y pendencieras entre desconocidos, aunque se me aclaró que esto se da únicamente entre varones, o mejor dicho hacia varones: las uruguayas, como ya se ha explicado cuando hablamos de su renuncia a una apariencia acariciadora, no tienen por qué sonreír como rosarinas al primer intruso extranjero que pretenda pasar cerca de ellas. 

Debo tocar ahora el tema del antisemitismo: está instalado en el lenguaje uruguayo que si alguien te traiciona o te hace algo malísimo, te está "judeando", te hizo "una judeada". Al judío se lo llama "Juda", con esa omisión característica del útimo fonema por el cual en carteles de publicidad oficial la palabra "carnet" se transforma en "carné".



Hasta la señalética es secretamente agresiva: "Esta plaza es tuya" nos dice magnánimamente. Luego agrega por qué lo dijo: "Cuidala".
 

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